sábado, 23 de marzo de 2019

El vuelo del canario amarillo




EL VUELO DEL CANARIO AMARILLO

(Un escrito desesperado por dos opuestas razones)



"Tú lo sabes muy bien. ¿Por qué juegas así conmigo?" Viendo tu rostro sereno por la mañana, cantaría por la tarde y dormiría tranquilo toda la noche -dijo el poeta- "¿Cuál es el precio de tu libertad?" - te preguntó la abuela-. "Una fiesta hoy, otra diversión mañana, dos cigarrillos a las tres de la tarde, dos más a las cinco, tres para las seis" -le contestaste-. Y tus pobres pulmones suplicando con desesperación. "No más, por favor, no más. Te quiero, pequeña niña. ¿Por qué tú no me quieres, si he nacido contigo para dejarte respirar? - Yo que te proveo del cotidiano alimento. ¿Por qué me haces esto mi dulce niña".

Y nuestra bella, graciosa y sonriente niña de pronto se inmuta, su rostro se contrae, sus músculos se vuelven rígidos y exhala un suspiro profundo. Parece que se nos va a desmayar. Antes la habíamos notado estornudando, pero no le dijimos nada. Pensamos que era solo un simple resfriado, que no era de qué preocuparse. Pero a nosotros, y particularmente a mí, siempre me llamó la atención la puntualidad de sus estornudos y de sus frecuentes tocecitas matutintas, siempre a la misma hora, con la misma energía, la misma leve inclinación, doblando su cintura con vigor, pero con un vigor que iba desgastándose conforme la veíamos pasar a nuestro lado. Ella ya no era la de antes. La dulce, coqueta y sonriente muchachita que nos miraba con esos ojos que hechizaban a cualquiera, que nos alegraban el día con esa fresca algarabía que solo muy pocas llevan en el corazón.

No sabes cuánto nos dolió verla así, con su carita hirviendo en fiebre, con sus ojitos llorosos y sus manitas temblorosas, con su naricita destilando mucosa como ríos desbordados. No sabes cuánto nos dolió verla postrada en su lecho de jazmínes y rosas blancas. Todos la queríamos mucho, era nuestra favorita entre favoritas. Nuestra mimada entre mimadas, nuestra princesa entre princesas; yo la adoraba incluso mucho más que todos mis amigos juntos. Ellos podían cuestionarme: "Pero ¿por qué te empecinas en anclar tu vida en ella, por qué te obsesionas con estar a su lado? Ella no es mujer para ti. Compréndelo de una buena vez, por favor". Tú no estás a su alcance y ella tampoco estaría dispuesta a recibirte. Las diferencias en todo orden de cosas demasiado grandes son para que veas colmadas tus expectativas de felicidad con ella". Solían reiterarme estos comentarios una y mil veces. Y lo más curioso de todo era que yo los escuchaba pacientemente. Me altera solo lo mínimo, pero oía sus amables consejos. Me gustaba oírlos porque los sabía sinceros y prudentes.

Habías reflexionado, además, muchísimo sobre ese asunto. Durante muchas semanas, muchos días, muchas horas y muchos minutos te absorbió por completo ese sentimiento por el que te sentías, de una inexplicable forma, ligado a ella, por el cual quedabas a merced de tus impulsos más espontáneos. Hiciste luego un balance de los hechos, de los pro y los contra, como tenías costumbre de hacer desde pequeño, y aunque cada vez que lo hacías sabías que hallarías una irremediable déficit afectivo, jamás pudiste desprender la idea de que jamás podría ser tuya, porque era ella una de aquellas niñas que amaban su libertad como lo más preciado en la vida. Tú sabías que no podrías retenerla a tu lado más allá de una hora cuando mucho.

Recordé entonces aquel hermoso canario amarillo de mi tío Francisco que un día de primavera dejé soltar por la tarde. ¡Cuán presto y gozoso lo vimos salir de su oxidada jaula de metal! ¡Si lo hubieras visto con tus propios ojos! Y pensé en ella. En su vuelo majestuoso por el horizonte. En la prisión en la que yo me encontraba. En la celda en la que me aferraba en mantenerla. En las llaves que no tenían puerta alguna. En las habitaciones que nunca podían ser totalmente seguras. Y seguí pensando en ella.

Más tarde, pude recordar nuevamente al canario, y pensé que él habría alcanzado ya un vuelo muy alto y divisarme desde allí, pero ya no volvería jamás -yo lo sabía- y jamás lo volvía a ver desde entonces.  Quedaba en su lugar -se te ocurrió pensar aún- tan solo la jaula gris con su imponente y mohosa presencia, vacía ahora para siempre de ti, de ella, pues ustedes ya no volverían a ser los mismos: ni tú, ni él, ni ella tampoco.

Una noche te sentaste a meditar sobre la silla en la amplia sala de la casa de tu abuela y comenzaste a redactar aquellas impresiones del día que más te habían conmovido. Recordaste con gran facilidad el modo en que viste su rostro crecer mil y una veces; pensaba que tu cabeza iba a explotar. Pero, de pronto, luego de haber alcanzado uno de los tamaños más grandes que hayas podido imaginarte que alguna vez alguien alcanzaría, si figura comenzó a empequeñecerse hasta que desapareció por completo. 

Tomo en estos instantes una taza de café bien caliente y bien cargado y me dispongo a tratar de estudiar para el examen. Pero sabes que no podrás hacerlo. Eras controlado por los hilos del amor, y te era muy difícil desempeñar cualquier tarea intelectual en ese momento. Saliste entonces de tu habitación para tomar un poco de aire. El examen ya había concluido; ninguna de las dos preguntas que desarrollaste pudieron haberte satisfecho. Pero tú sabías que habías estudiado con dedicación, al menos hasta donde el poco tiempo disponible te lo permitió ese día, pero la imagen de su rostro gigantesco puso manchas sobre los datos que habías guardado con paciente esfuerzo, y no pudiste recordar más que dos nombres y tres fechas inolvidables. Aprobaré apretadamente este curso -pensaste para ti-.

De repente, abandonaste estas líneas y cogiste nuevamente tu taza de café, diste un largo y profundo sorbo al líquido marrón y cerraste el archivo. Haría todo lo posible, pero no podía estar seguro de nada. Haría todo lo que podía. Pero tú jamás pudiste comprender por qué el corazón te hacía prisionero de su belleza y de sus encantos. Tal vez nunca fue mujer para ti, pero -como nos repetías- tú jamás pudiste comprenderlo, porque, simplemente, la quisiste, más bien la amaste, la amaste como se ama a una madre, como se ama a ese ser que nos dio la vida, porque si bien ella no te la dio, fue capaz de arrebatártela por dentro. 

Su aliento vivo era tu tranquilidad máxima; cuando dejé de oír sus latidos, habías viajado ya muy lejos, a otra Tierra, donde solo habitabas con el recuerdo de su voz melodiosa y de su rostro radiante de belleza; pero tú, tú ya no estabas allí con nosotros. 

Había salido de mí en su búsqueda. Yo ya no podía estar con mis amigos; por más que mis padres intentaron recuperarme, hacerme volver en mí, ya no pudieron. Tan solo tuve vida para ella y cuando ella se marchó definitivamente me fue imposible empezar a construir sin ella. Porque ella había levantado mi edificio, el único edificio en el que me fue permitido habitar, pero me había abandonado para siempre, y yo me rehusé con una estúpida y ciega terquedad a vagar por sus vacías habitaciones. Ni siquiera intenté habitarlas o hacerlas amoblar. Sin ella, ya nada de esto podría representar siquiera algo para mí. ¿Para qué engañarme? Evité el suicidio solo porque me dio miedo; porque fui tan cobarde que no quise afrontar lo inevitable y fatal de la muerte. Solo por eso, y porque no quise darles una pena mayor a mis padres. Tan solo por aquellas dos razones no me alejé absolutamente de la Tierra.

Y aunque caminaba con Uds. ya no me era posible estar entre ustedes. Los abandoné espiritualmente y Uds. no tenían por qué soportarlo; no sé, si tal vez lo soportaron, fue solo porque les di un poco de lástima. Hubiese preferido que Uds. -¿y quién sino Uds.?- hubiesen puesto fin a este sufrimiento vano y sin sentido. ¿Por qué no l hicieron, amigos míos? He emprendido ya el viaje a Tierra de Nadie, un pueblito muy frío al sur de este continente; visito en estos momentos las casas desiertas de este pueblo sin dueño. ¿Me abrirá la puerta una vez más el sabio y ambiguo Albha Rimón? La mente poblada de recuerdos, de imágenes fantasmales, de seres imaginarios, de leyendas de tiempos inmemoriales; así he quedado. Ningún alma podía darle ahora su calor. Todo era para él un páramo de tétrica soledad. Solo las palomas llegaban por la tarde a la casa de su tío, a reposar un rato luego de sus largos viajes por el mundo. Una leve sonrisa y un fugaz brillo en sus ojos. Eso fue todo. 

Bhanzy

Lima, 1996

sábado, 2 de marzo de 2019

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